La lluvia nos empapa los abrigos,
la avispa pica el aire
no encuentra el hueco para abandonarnos
y el calor ya no pega duro,
espera a que cese la ruina húmeda
debajo de algún grano de café
que guarde aún su carne seca.

Debemos salir pero no piso el barro.
No todavía. No con mis pies.
Será cuando me asfixie el aire
de los sudorosos ronquidos
que apresuran la mañana,
cuando las voces 
del otro lado amanezcan
y emparchen el sentir encapotado
de un cielo que llora al despertar,
cuando la avispa aspire
y corra vertiginosa
esquivando las gotas que sí atrapen
mi cuerpo obvio,
mi casco almendrado y ruidoso
que seguirá el zumbido, el viento quieto,
el apedreo mojando contra el nailon,
el llamado del río crecido,
queriendo llegar al otro lado del musgo
que guarda la tierra en su vientre. 

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