Diez minutos antes de que saliera
el avión, me tragué los diamantes. La bolsa que los guardaba ya estaba camino a
mi estómago. Debía saldar esta cuenta; llevaba años corriendo desnuda y drogada
en manos de estos hijos de puta por medio Europa para que no los cazaran los
milicos… ¡qué milicos! A esos los tenían todos comprados. Debían de ser más de
esos tipos a los que les gusta la plata fácil y que limpian, sin miedo, a
cualquier carroñero que les quiera robar el mercado.
Si llegaban los diamantes a
Paris, me liberaban. Eso dijeron, después de basurearme y “dejarme bien claras
algunas cosas”: -La carne que sale de acá, nunca es vaca libre. Así que ojo con
lo que digas cuando te pregunten de donde venís. Seguí así, bien calladita,
como siempre- y reían asquerosamente. Las ajugas que dejaban esa porquería somnolienta
en mi sangre parecían también llevarse todas mis palabras y vergüenzas.
Maldigo cada día a aquel leñador que descubrió nuestra cueva y que,
cagado hasta las patas después dejarle serpiente en vez de hacha, nos vendió a
su hermano, el líder de estos lacras. Nos arrancaron los pelos, las uñas, la
magia. Nos dejaron las alas. Así nos vendían como “bellezas exóticas”. Pero la
magia… se fue vetando dolorosa y lentamente. La oscuridad melada de aquellas
habitaciones no permitía ni un espejismo de luz, ni la que brota de los más
tristes ojos; irreconocibles, nos buscábamos como perros ciegos hasta que el
brazo de alguna se chocaba contra el abdomen de la otra y gritábamos; la piel
se fue convirtiendo en un vivo retrato del dolor. Pero al oír el calloso llanto
de la empática asustada voz que palpitaba al otro lado de la negra seda, nos
tumbábamos cual combate cuerpo a cuerpo, imantando nuestras penas y soltando
caricias sanas entre tanto amor ácido.
Tomé mi lugar, ventana 026, y
cerré los ojos. A medida que el avión despegaba, el aire empezó a estrecharse
en mis pulmones. Abrí ojos y boca de par en par buscando un soplo de vida, pero
los diamantes buscaban salir del pozo de mi vientre y bloqueaban cualquier
respiro. En pleno cielo, escaseaba su natural riqueza. Vomité los diamantes
luego de muerta. El viaje se hizo tan corto como quise y el cielo ahora sí
tocaba mi mano. Los restos podridos esparcidos sobre el asiento de al lado
guardaban la peste de aquella vida miserable. Pero entre sí brillaban, como mi
magia muerta, un par de alas.
Comentarios
Publicar un comentario