Ardientes
pies de brasa colgaban de mis piernas. Las hojas lacradas al suelo; las
lágrimas titubeantes a caer y ser vapor; yo temerosa a ser vapor del alma. El
rojo vivo se iba encendiendo en células de mi piel distantes entre sí, como un
aviso, una alarma. Anunciaban la luz nocturna, la última llama. La ansiaban. Yo
igual. El fin del camino lo marcaba un farol que guardaba en su bombilla la luz
eléctrica de las verdades, las que allí desinteresaban, las que negaban la
muerte y pretendían evitarla con solo enterrarla en el lúgubre destino de lo
inentendible. Pero allí era inevitable.El
ardiente rojo sobre el que me sostenía era su propia piel, sendero abierto a la
eterna fuente de otras vidas.
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