Agitado,
atravesaba las vías sombra. El rocío me corría por la cara; mi propio rocío. La
calle empapada de cordón a cordón, como si todos los prófugos de la vida
hubiesen complotado llorar su propio adiós aquella noche. Pero, a mi alrededor,
los patios de las casas eran junglas incendiadas, desoladas, muertas de pies a
cabeza. Parecía haber pasado la hora, pues lluvia tardía no da vida. A veces,
entre tanta sed asesina, hay aguas cómplices de muerte que viven a cambio de
súplicas ajenas. Aguas turbias que agrietan cualquier suelo por el que se hagan
paso. Aguas que nos castigan; karma de las matanzas de nuestro reino.
Todo
aquello sobre lo que el hombre había salivado se volvía en forma de ola sobre
él y lo ahogaba… lo ahogaba en su propia maldad.
No
había flor creciente, ni pasto tierno, ni amor embanderado. Solo cenizas de
vida bañadas por un agua pesticida. Y yo. Un punto húmedo en la niebla. Una
semilla virgen en el cemento. Un vivo en el infierno.
Desesperanzado,
sin pócimas desvitalizantes para aquel destino en pausa y desabrigado, me vendí
a la gravedad, a la fuerza de lo asfixiado por el material de las rúas
citadinas y de sus pasos civilizados.
Ya
no respiraba. Había muerto. Pero aún sentía mi corazón caliente, mi batería
cargada de agua limpia. Mi piel, enraizada al magma dela vida, era hija de un
dolor merecido. Había caído para siempre pero consciente; la herida que todos
los hombres habíamos salado durante tiempos eternos sanó en mi tumbo; el dolor
de cada sufrido en el universo parecía empedrar el camino entero; no menos, el
mío.
Y
allí, caído, sobre los escombros de mi especie, broté una flor del color de mi
alma (del mismo de todas las almas). Padecí el llanto de lo ajeno, pero,
también, cuando el llanto fue mío, lo ajeno me prestó su latido para revivir.
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