Una fotografía que nunca llegué a
tomar: Su espalda iluminada por la luz de esas lunas de verano que, atravesando
la ventana, caía sobre su piel como una manta azulada; suave a la vista como el
pétalo de una flor, cambiando el papel de mis sentidos, dejando que las
sensaciones eligieran en su total libertad a cuál de ellos incitar. El sudor de
mis manos al recaer en la inmediata verdad de estar enamorada de aquella imagen;
de toda ella. Ahora su rostro, delineado por la sombra de la misma luz índigo
del cielo que nos miraba, se hacía visible. Adrenalina. Esa mezcla de fortaleza
y fragilidad, de la más rebosante y temerosa fortuna. Todo mi cuerpo consiente
de haberse arrojado al vacío; porque eso es lo que hacemos cuando abrimos el
pecho a las leyes de la ternura. Saltar, sin arnés, enamoradamente dementes, y
dejarnos oscilar entre el cielo y el
fondo de esa fosa oscura que parece siempre tan lejana. Estaba allí, colgante,
en la cúspide de la nada, amarrada solo al sostén de sus brazos, únicos soberanos
de mi frágil cuerpo.
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