Temestad

Luego de pisar varios charcos y adentrarse en el preámbulo, apareció, acompañado de la desazón de que aquella vez su llave no le permitiera el paso. Tal si fuera auténtica su llegada, golpeó la puerta que un día supo tirar sin titubeo alguno. Mirando desde la ventana, ansié que esta vez la mirilla no se empañara y dejase ver lo que afuera súbitamente esperaba. El miedo de que mis suposiciones se convirtieran cada vez más en veracidades, me hizo arrastrar un frenesí de recuerdos que carecían de encarnación. Tras atrulladores llamados, y abandonando sus quehaceres, caminó hacia la puerta y, tal fue el sosiego que la acompañaba, que aquella pareció abrirse sola. No dudo que en ese instante, antes de otear aquellos ruines ojos, brotó desde sus entrañas la imagen de aquel día que, me atrevo a decir, ninguno de los que se hallaban no lo lleve arrinconado en algún escondrijo que prefiere no visitar.
Pero se tornó imposible no revolver ese lugar que hace ya años se había empolvado. Hoy vuelve a perturbar la desdicha y el pavor de que, otro día más, se escurra el frívolo viento por el cerrojo. Casi que aún puedo entreoír los pasos versados, que mi madre tan joven no pudo, cuando huyeron repentinamente, tal como su regreso. ¡Que decisión tan inhumana la de aquel hombre en ese entonces, descartando a su casta por vaya uno a saber qué! Sospecho exista color que dé relevancia alguna a la razón que causó una gran desilusión en quien anheló siempre seguir su guión. A falta de calvario, dejó la puerta abierta, cargándome a mí con pisos mojados para acendrar lo que la fuerte lluvia nos surtió. Ruego no toparme con, si se atreve a existir, defección más abrumadora que la padecida, la causante de la herida que intachablemente me ofuscó pero que, hoy en día, me orienta a donde la misma escatima. Porque luego de ver caer cientos de fósiles lagrimales, pude comprender la vastedad del abandono. Tan chico quien les habla era que, mientras en un abrir y cerrar de ojos aquel hombre huía del prodigioso andurrial que lo arrebujó, no tenía meta más primordial que lograr poner a flote su barquito de papel. Sin embargo, tediosos años después, pude hacerme de la letra de su mirada, cuando supo regresar.
De igual forma en la que la puerta se abrió, entró. Con efigie de mortecino y su cola entre las patas, sin duda, se creó puerto a la vista. Quien iba a imaginar que quien dolió su crimen sería aquella que lo invitó a pasar. Fuese tal vez la superación de tal chufa la que determinó el abrirse a nuevas expectativas, la misma que, yo creí, forzaría a ocluir su nexo.
Me rehusé a mirarlo, me rehusé a cruzarle palabra alguna, me rehusé a quererlo y a conformarlo, porque me rehusé a dejarlo entrar y porque creí, como creo, que quien se arrodilla ante el amor, supo atormentarlo a ley de vigor.
Abrumante y acosador asunto me alborotó el carril por el cual viajaba sin volante. Yo que siempre contemplé todo desde una butaca, ante rienda suelta debí tomarla; planteándome sin suspicacia lo qué ansío, no me dispongo a vivir un Deja vu. Y ¿Qué hacer? Si a esta altura del partido el que pita no es el juez y no hay meta más que una vacua oquedad. Me vi enfrentado al momento al que muchos tememos, ese momento en el que somos quienes deben decidir para salvar a uno y a su legión de lo aborrecido y lo inconveniente. Y allí, parado con los ojos penetrando la pesadumbre, me tocó.
Dejé caer la noche y que el frío se colara por las puertas y ventanas; resguardé a mi madre entre frazadas y, con los ojos lacrados, le dejé descansar luego de un mal día; pretendí que el vaivén de las ramas no me inquietara esta vez, viéndome difícil de impresionar.
Dejé de lado muchas cosas, desde aquellos sentimientos minuciosos que atareaban mi razón, hasta el simple hecho de saber con quien estaba tratando. Lo más importante para lograr un objetivo es tener bien claro a donde se busca llegar; y si alguien vacila en creer que mi fin no justifica los medios a los cuales me arraigué, me digo y sé que escasea de experiencia.
Al encontrarme frente a frente, cuerpo a cuerpo, sangre a sangre con la realidad, me incrusté, como a un eslabón, lo que siempre busqué, venía encontrando y, en ese instante, divisaba irse: Nuestra felicidad.
Comprendí que para tener hay que elegir y, para elegir, solo existe un exclusivo y sustancial momento. Entregué mis manos a la depravada tempestad y me enceguecí de tan manera que logré capturar lo exacto.
Al límite del encuentro, el cuerpo frío frente al fuego se comienza a derretir. No había dudas del terror que me causaba, pero admiré la forma en que logré no desvanecerme: Fui fuego al igual que él. Sin acobardarme, fuera del más sutil titubeo, destrozando las líneas puras de la cruel determinación, actué. Vaso lívido Carmín que pinté, sin rastro de lamparón ni desdoro. Acierto en que jamás olvidaré cada rayón de dicha pintura, a pesar de luego ser enviada, por la entrada, hacia la única salida que le aguardaba. Menudearon preguntas de mi madre sobre si le había visto marchar, pero sólo pude responder que fue la misma lluvia aquella que sorbió su brillo y apagó su esplendor; noté sí que se marchó por la misma puerta que llegó y que escapó, sin explicación, como la última vez. Mas por fuera de todo, compensando la ruin tormenta de la noche anterior, una alborada ansiaba nuestros pies desnudos, esta vez, sobre piso firme.

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