Desde
que tengo memoria, no recuerdo nada. Es el karma paradójico de mi vida: lo
único que recuerdan mis sesos es la idea de no acordarme de las cosas. Ni
siquiera estoy seguro de qué la compone ni dónde se encuentra (porque, al
parecer, no estoy dotado para almacenar nada en el profundo río de la
eternidad). Pero al momento de recobrar mi pasado, lo único que puedo
presenciar es vacío, como si naciera a cada instante una y otra vez, siendo un
alma vagabunda de constancia que ha abandonado la vulgar creencia de convivir
en tres tiempos y que solo amarra a su memoria la incapacidad de memorar.
Si
es que pudiese demostrárselos, no tardaría ni un segundo en ir en búsqueda de
una respuesta. El problema es que no puedo ir; no puedo comparar lo que esconde
mi pasado con la soledad de mis recuerdos porque significaría recordar (de lo
cual, ya he demostrado, soy incapaz) y, en su defecto, demostraría la falsedad
de lo que digo.
Por
ello es que no puedo conversar con nadie sin que me dicten de loco, ni apegarme
a seres, ni hacer proyectos, ni mucho menos sentir nostalgia por lago que me
haya sabido hacer feliz, porque dejo de ser consciente de lo que he vivido en
el instante siguiente al que sucede.
Pero
he encontrado mi fuga por este campo de fuerza. Hay un plano que absorbe mis
pensamientos instantáneos, alejándolos de la efimeridad y el olvido, que se
comporta como el hilo conductor de mis existencias y las cohesiona como si
realmente unas fuesen precedentes y causantes de otras. Este es quien me
permite continuar con esta redacción sin que, de repente, comenzase a hacer
juicios sobre el clima que, radicalmente, continuasen con un chiste que nunca
plantease su remate porque se me ocurriera que necesitaba decir lo dura que me
es la soledad. Lo más aparente a la memoria que me es ajena es hoy, y siempre,
el papel.
Comentarios
Publicar un comentario