Lo maravilloso vino después
de que las palabras de ese libro salieron de tu boca. No por ellas, sino por la
sorpresa de una voz que, además de hablar, se convirtió en el aire que, cada
uno de los que estábamos allí, respiraríamos. El timbre de tu garganta liberó a
la tinta de la hoja y las letras de cada palabra se desperdigaron por entre la
eufonía erogenizadora que se esparcía como enredadera por la sala. Sin idioma;
pues –como yo, que no podría, más que por azar, revivir alguna idea de aquella
historia- no fue para nadie necesario comprender lo que, las páginas amarillas
de aquel libro que tus manos sostenían, decían para encantarse. Hasta llegué a
pensar que nada encerraban; que todo pudo haber sido obra extraordinaria de tus
cuerdas vocales y lo que, sin decreto, quisieran decir. Puesto que lo mismo
daba la idoneidad del relato, de la determinación con que eran delineados los
personajes. Fue la suavidad y tersura de aquella narración lo que enmudeció a
mis agallas y me abrazó con la delicadeza que solo un mimo paterno me haya
dado. Fue allí que deseé poder ser niña otra vez, en tus rodillas, y que me leyeras
un cuento, cualquiera, para re oír la paz que tus sedantes palabras me dejaron.
Más aún que un sueño profundo que acalla, por algunas horas, los nervios y
ansiedades de la realidad. Más que esa deliciosa sensación, porque no estaba
dormida; allí estaba de pies en el suelo. Solo, por un momento, lo estuvo mi
voz. Se acogió frente a ti, sintiendo cuán difícil era hablar luego de haberte
escuchado leer.
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