Estabilidad

-Tanta calma me acribilla- y se largaba, otra vez, a un desafío. Amaba la tensión, el vaivén de sus pies, de su estabilidad. Esa adicción a la cuerda floja se desataba cada vez que el mar se aquietaba. Nunca era la última vez. Cualquiera que lo viese se imaginaba detrás de su espalda un millón de saltos en picada, de los que, mágicamente, rebotaba a la realidad. ¡Era tal el desparpajo con el que se tumbaba contra sus paredes! Parecía un juego de niños: construir para desarmar. Disfrutaba de atrapar la copa en su última milésima de segundo antes de caer. ¿Querría confirmar su capacidad de renovarse, de rearmar, de revivir? Quién dirá... Pero su mente, tan codiciosa y turbulenta, era el lugar más calmo al que podía huir. Solo allí se encontraba entre una multitud de espejos; sólo allí gobernaba el albedrío por subsistir y no por condensar; tan sólo en su mente estaba con sí, con sus ganas de desarticularse, pero también con sus ganas de volver a aterrizar.

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