Anécdota

Estábamos en pleno descampado. Habíamos ido de campamento para celebrar nuestras cosechas con la comunidad. Las carpas ya estaban armadas y el fuego latente. A poco de comenzar, la lluvia empezó a hacerse lugar entre nuestras cosas. Mientras los adultos guardábamos los bolsos, los niños se encubrían en las carpas. Poco a poco la garúa comenzó a ser más potente, hasta largarse un chaparrón que poco dejó seco. Escurrí mi cabello y me quité lo puesto para entrar en mi tienda. Esta vez estaba sola y me tapé con el sobre como suelo hacer cuando tengo miedo. Rayos, truenos… lo de siempre acechando a mi ya conocida debilidad. Recé a los de allá arriba para que me brindaran su protección. Éramos muchos, pero no sé por qué razón uno siempre teme a ser el árbol donde caiga el fuego del cielo. Incrédulamente, me sentí un poco más segura, hasta que pensé: “¿Quién soy yo para que los dioses me bendigan ante el infortunio? Le temo a las tormentas, tan distantes en el cielo y, aunque me sea difícil, sé que pocas son las posibilidades de que me hagan daño, mientras que una sola gota de agua puede ahogar al más ínfimo insecto de ahí afuera.” En ese instante la carpa fue como mi fuerte y hasta me avergoncé de haber sido tan egoísta, comprendiendo que lo que para mí es una brisa reconfortante, para una hoja es la despedida con su vitalidad. 

Comentarios