Amnesia

Un atropello de palabras. Cruzadas de tensiones, de sensaciones, de oposiciones… pero nunca de miradas. No se revelan al remolino; están cabizbajas, masculladas por hileras de lágrimas que no se tocan, sólo quedan estáticas en cada puñalada. Y allí vuelven las palabras, apuñalando, sacrificándose en un vacío irreconocible, donde el tiempo se enreda con el pasado inmaculado y un futuro que no sabe a dónde ir. Estos se pechan y discuten, como queriendo llegar a un acuerdo que pronto pierde su fuerza al estallar, nuevamente, otro grito. Cada vez uno más fuerte que el otro, más desconocido. Se van acumulando, como en un bolsillo, uno sobre el anterior que, al mismo tiempo, ahoga al que precede, transformando sus vocablos en cada vez más denigrantes consideraciones.
Una sospecha que llora. Un desgarro que teme. Una voz que parece haber muerto… Un niño que busca esa voz mientras nadie lo escucha. Un silbido en el pecho: evocación. Algún valiente sale a correr la contagiosa inocencia del niño para que su llanto cese. Pero el niño es niño, y el valiente, lleno de miedo, no observa en ningún espejo su añejada ingenuidad. De todas formas, termina siendo eso lo que obliga a detener su angustia, ganándole batalla, también, a la del más indefenso.
Pero no todo es inerte: la última gota de tosquedad de aquellas desgastadas palabras sigue corriendo por la mejilla del entendimiento. Estas continúan resignadas y no detienen, ni por un segundo, sus ganas de retumbar más que el resto. Caminan sin detenerse, haciendo alardes, esquivando las ideas más bellas de la mente, ya detenida la conversación. Pero, pronto, algo taja el silencio y las palabras caen como cometas al ser sorprendidas por la ausencia del viento: -¿Qué hora es? No debemos llegar tarde.-

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